martes, 18 de septiembre de 2007






EL CASTILLO DE SANLUCAR DE BARRAMEDA:



FORTALEZA MILITAR Y CRUENTA PRISION

© Salvador Daza Palacios.

Ahora que estamos en cercanías de unas elecciones generales y nuestros políticos se han vuelto a acordar del Castillo de Santiago (el de San Salvador no concita tanto electoralismo, por ser el hermano pobre, el patito feo, supongo que por estar en la playa), convendría quizá hacer un recordatorio ilustrativo sobre este significativo baluarte, que fue declarado Monumento Histórico-Artístico por una Orden de la Dirección General de Bellas Artes en 1972.



Se trata de un edificio que fue utilizado en un principio como defensa al más puro estilo feudal o medieval, con todo el aparato de artillería disponible para repeler invasiones por tierra y por mar. Más tarde se convirtió en cuartel y dependencia militar, llegando a albergar los más diferentes cuerpos y compañías. Cabe destacar, por ejemplo, que en 1620, según consta en el Archivo Ducal de Medina Sidonia, había tropas de Infantería y soldados de diferentes compañías militares que se habían «levantado en esta Andalucía para servir a su majestad [el Rey] en la fuerza de la Mamora y Larache». La guerra contra el moro, fue pues el fin primordial con el que fue creada esta impresionante fortaleza, y hay que señalar que, a pesar de haber sido construida por el duque de Medina Sidonia durante la segunda mitad del siglo XV (y no en 1477 como tan insistentemente se publica, pues es cosa difícil que con los medios de la época semejante edificio se construyese en un solo año), todos sus medios defensivos, materiales y personales, se ponen a la disposición de la Corona de Castilla cuando los intereses del Estado (es decir, de la Monarquía) así lo reclaman.



Cuando la guerra contra el moro deja de ser un objetivo de los dirigentes estatales, el uso del Castillo va derivando hacia fines más tangibles y cercanos: sobre la década de 1850 a 1860 alberga a la fuerza militar que sirve de resguardo de unos ilustres visitantes que deciden instalarse en la ciudad, familiares de la reina Isabel II. Es decir, su augusta hermana María Luisa Fernanda, casada a la sazón con el conspirador Antonio de Orleáns, duque de Montpensier, fundador de la estirpe señorial que ocupó el lugar que había ocupado 150 años antes el duque de Medina Sidonia.



Pero, sin duda, estos últimos usos fueron meramente pacíficos o simplemente defensivos. No ocurrió así en 1873, cuando en plena represión de la I República contra el movimiento cantonal y revolucionario, —que se manifestó con particular rebeldía y virulencia en Sanlúcar, dado el gran arraigo que la ideología anarquista había cosechado por estos pagos—, el Castillo sirvió de cruenta prisión para un centenar de inocentes y utópicos proletarios que creyeron en un mundo más justo y que pedían pan y trabajo, y cuyo único delito fue el creer que había llegado el momento histórico de la revolución social, de su revolución.



La brutal represión y la falta de garantías procesales que se usaron contra estos luchadores constan en los libros, dando una vez más a nuestra ciudad un “nombre” en la historia: el de la ciudad sin ley, sin orden, donde el poder arbitrario de quienes deben administrar justicia se convierte en una forma de atajar cualquier evolución en el pensamiento o en la ideología de las masas. Muchos de esos obreros revolucionarios fallecieron de inanición y otros, tras un burdo proceso político, fueron deportados a las Islas Marianas, donde no tardaron en morir, contagiados de las enfermedades del Pacífico.



En la Guerra Civil de 1936 a 1939, el Castillo de Santiago le siguió sirviendo a los poderes fácticos para llevar a cabo la cruel venganza contra los años republicanos. Extraña paradoja, dado que el Gobierno de la República cedió a la ciudad la propiedad de la fortificación el 28 de Junio de 1932. En las húmedas mazmorras de Santiago dieron con sus huesos no sólo todos aquellos que en una y otra forma lucharon contra la opresión y contra la tiranía, sino incluso otras personas cuyo único delito fue poseer un “alias”. Allí fueron descomponiéndose como seres humanos, sometidos, convertidos en un trágico y absurdo mercadeo de muertes. Si el bando republicano hacía caer un número de franquistas en algún lugar del frente, los presos sanluqueños caían, en igual número o superior, inocentes, sin proceso y sin culpa alguna, bajo las balas de los fusiles. Crueldades de una guerra sin sentido y sin justificación, que originó terribles dolores y secuelas que aún no han cicatrizado.



Se conservan en diferentes archivos nacionales suficiente documentación de nuestro Castillo como para hacer toda una tesis doctoral, prueba suficiente, desde luego, de su importancia estratégica y militar. Aún así, en este momento me parece más interesante recordar la última de las visitas que realicé a esta fortaleza. Fue con ocasión de un recital de poesía en el Aula Mayor y guardo de ella un imborrable recuerdo, pues la misteriosa angustia que me atenazó me hizo reflexionar profundamente sobre todo lo anterior y sobre la esotérica incógnita que guarda entre sus muros este tipo de lugares. No me cupo entonces ninguna duda de que el Castillo esconde aún entre las grietas de sus desgastadas piedras el dolor y el tormento vivido por muchos de nuestros paisanos que lucharon por lo que ellos creyeron un mundo mejor. Sólo en el Alcázar de Toledo recuerdo haber vivido una experiencia semejante. Juré y perjuré que jamás volvería a entrar en ese lugar maldito, cargado de tragedia, martirio y falso heroísmo.


Creo que ni siquiera los supuestos usos culturales que se le quieran dar a esa vieja fortaleza militar podrá quitar el estigma que pesa sobre él. Después de aquella visita entendí en cierta medida la secular desidia e indiferencia que había rodeado siempre a este monumento abandonado. Mucho tendrá que devanarse los sesos sus hipotéticos explotadores empresariales (si es que consiguen los permisos oficiales y las subvenciones necesarias) para que aceptemos entrar nuevamente en él. Ni aún renovando totalmente todas sus piedras podrá jamás perder esa enorme mole el recuerdo del dolor y el llanto de varias generaciones de sanluqueños buenos.

© SALVADOR DAZA PALACIOS.

(Publicado en Sanlúcar Información en Abril de 2003)

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